
apenas
ver.
Las palabras son como varitas mágicas; si llegan a los lectores, se esparcen por todo el mundo. Ellas pueden tocar a quien sea, sin importar el estrato social ni el cultural, si eso ocurre las personas tocadas, por un momento se convierten en hadas. Soni
El árbol
La mañana pasó lenta. Muchas veces estuvo tentada de salir a pasear, pero sabía en que lamentable estado retornaría si ponía los pies en el camino; iría demasiado lejos, posiblemente a las orillas del mar a escuchar los chillidos de las gaviotas y el canto infinito de las olas sinuosas.
Pero esa mañana era distinta, necesitaba guardar todas sus fuerzas que iban a serle precisas para la tarde, para cuando su marido, como un cataclismo, atravesara la puerta de calle de la casa.
Difícil le hubiera sido decir qué esperaba de una conversación posible, y se guardaba de pensar demasiado en ello. Ella, que siempre se jactaba de manejar muy bien el contorno de toda clase de situaciones.
Obsesionada pensaba: mi casa, mi esfera, mi espiral, la que me protege del inframundo, la que tiene pedacitos de espíritus, donde anclaron mis raíces. Aquellos pensamientos le golpeaban el alma hasta rasguñársela.No quiero irme… ¡No quiero!
¿No era más cuerdo hacer en si misma el silencio y aceptar dócilmente lo que las horas traen de hastío o de placer, sin gastar de ante mano el hastío y el placer de una nueva mañana?
Pero ella no podía aceptar. Aceptar era morir. Le era imposible resignarse, por ejemplo, a abandonar a su árbol que le había formado su corazón y enseñado a dominar los sentidos. Justo en estas fechas que desprendía ese olor a pino delicioso y hundido en la conciencia que le remembraba gratas navidades, y grititos que emitía a sus niños:
¡Bájense de ahí que se van a caer! Cuando trepaban al árbol, a comerse a escondidas, unos dulces de almojábanas. Para bajar después con sus rodillas lastimadas. O cuando los engañaba el papá y le dejaba sus regalos de navidad, en la rama más alta del árbol.Cómo brillaban sus ojitos. Imaginando que el viejo pascuero había dejado ahí sus regalos, porque iba apurado hacia el Polo Norte.
¡Oh Dios! Se decía, volver y recordar a sus niños, sus pedacitos de cielo, cuando eran pequeñitos, cuando intrépidos apartaban los miedos, las dudas. Sin pesos, libres, como aquellos pajaritos que desordenados construían sus nidos, en las frondosas ramas del árbol. Y cuyos trinos le hablaban del susurro del viento, y los rayitos finos del sol los acariciaba.
Y unían todas esas fuerzas en sus piernecitas, como la fuerza de la naturaleza, como la energía que fluye sola, tan imponente y bella.
Sus niños, ya son hombres. Y han emigrado del nido…
Pintura: Juego entre casa y árbol 2009 de Isabel Gutierrez
Todos y nadie, sabemos nuestro final,
el tiempo es raudo como la efímera vida,
una prosa desbordando los sentidos;
las almas caminan hipnotizadas ya sin sueños.
Y eso lo sabemos,
porque la vida es como una poesía
y el poema muere con el último verso
cuando el punto final lo suspende.
Y ya no queda nada...nada que decir.
Y se desnuda la conciencia dogmatizada,
en una nebulosa sin empañar un solo espejo
como los últimos estertores del aliento.
Por sólo un instante,
acallé al silencio…
Y mi alma serena se inundó
de bellas sinfonías,
producidas en mi único árbol.
Atrayendo percepciones
que me sacuden por dentro.
Y terca, se me antoja pensarte,
cuando entraste en mis sueños,
que no soñaste conmigo,
en estas horas cálidas.
¡Tan mías y tan vacías!
Entre cigarrillos agónicos.