Anoche soñé que me encontraba al borde de un abismo. Abajo se veía el mar, una playa desierta, cuyo oleaje calmo parecía llamarme.
En el cielo limpio, con un intenso color turquesa, observé un punto en el firmamento que se acercaba a gran velocidad: una nube blanca como la espuma desde la que se descolgó un extraño personaje que fue a sentarse a mi lado. Nos miramos por un momento, sentí una cálida melancolía, como si sus ojos hubiesen podido ver, en los míos, toda mi existencia.
La campanilla del reloj ansioso hizo que despertara. De un brinco salté de la cama, descalza. Una chincheta pincho unos de mis pies. Pegué un grito y caí, por suerte, encima de la cama, golpeando de paso el velador en el que se encontraba el estuche de Maribel, con las fotografías gastadas que, la noche anterior, rebuscaba con la intención de fijarlas al álbum familiar, ayudada de un tubo pegamento.
En pijama me dirigí hacia la cocina con el álbum en mis manos, al tiempo que lo dejaba sobre la mesa, enchufé la cafetera.
Me dispuse a desayunar, una torrija con mermelada y café. Al echarle el endulzante, una de las pastillas fue a parar bajo del rodapié. Durante el desayuno, absorta en mis pensamientos y en el recuerdo de aquel sueño, ojeaba el álbum familiar.
Entonces ocurrió lo más increíble. Un destello surgió desde mi pecho y mi corazón latió apresuradamente al ver de nuevo aquellos ojos de mi sueño que se encontraron con los míos. Una inmensa alegría corrió por mis venas, al comprobar que estaban allí, en aquella vieja fotografía amarilla desgastada por el tiempo.
Me di cuenta que abrazaba con todas mis fuerzas aquel álbum familiar.
Cerré los ojos, y como una niña, me vi corriendo otra vez por aquella playa serena con él de mi mano.
Los ojos, aquellos ojos, eran los de mi padre muerto.
En el cielo limpio, con un intenso color turquesa, observé un punto en el firmamento que se acercaba a gran velocidad: una nube blanca como la espuma desde la que se descolgó un extraño personaje que fue a sentarse a mi lado. Nos miramos por un momento, sentí una cálida melancolía, como si sus ojos hubiesen podido ver, en los míos, toda mi existencia.
La campanilla del reloj ansioso hizo que despertara. De un brinco salté de la cama, descalza. Una chincheta pincho unos de mis pies. Pegué un grito y caí, por suerte, encima de la cama, golpeando de paso el velador en el que se encontraba el estuche de Maribel, con las fotografías gastadas que, la noche anterior, rebuscaba con la intención de fijarlas al álbum familiar, ayudada de un tubo pegamento.
En pijama me dirigí hacia la cocina con el álbum en mis manos, al tiempo que lo dejaba sobre la mesa, enchufé la cafetera.
Me dispuse a desayunar, una torrija con mermelada y café. Al echarle el endulzante, una de las pastillas fue a parar bajo del rodapié. Durante el desayuno, absorta en mis pensamientos y en el recuerdo de aquel sueño, ojeaba el álbum familiar.
Entonces ocurrió lo más increíble. Un destello surgió desde mi pecho y mi corazón latió apresuradamente al ver de nuevo aquellos ojos de mi sueño que se encontraron con los míos. Una inmensa alegría corrió por mis venas, al comprobar que estaban allí, en aquella vieja fotografía amarilla desgastada por el tiempo.
Me di cuenta que abrazaba con todas mis fuerzas aquel álbum familiar.
Cerré los ojos, y como una niña, me vi corriendo otra vez por aquella playa serena con él de mi mano.
Los ojos, aquellos ojos, eran los de mi padre muerto.
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